jueves, 17 de enero de 2013

Nacer, morir, El mar


No hay distancias entre niñez y vejez, nacimiento y muerte. Nada, quizás, salvo “un alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo”

Nada hay aquí de intrincados misterios que desvelar o de peripecias palpitantes que te enganchan y te arrastran a pasar apresuradamente sus páginas. Más bien, un fresco que se va llenando de escenas, sensaciones, momentos furtivos elevados a una memoria que se prolonga, maravillosamente viva, en gestos, expresiones, momentos inefables, escalofríos incluso, con una pincelada precisa y suave, tierna o cruel, pero siempre inteligente. ¿Cuestión de azar si la pintura (con Bonnard) y la fotografía asoman a sus páginas? Muy probablemente, no. 

El poder de la memoria es la columna vertebral de esta historia. Los recuerdos van-y-vienen-y van, como el mar, y sumergen al lector en un baño turbio y emocionante, dulce y lleno de es-puma amarga. La historia cuenta pocas cosas, pero las sublima todas: un hombre al atardecer de su vida vuelve sobre acontecimientos de sus vacaciones adolescentes junto al mar. Su mujer acaba de morir de cáncer (… el imprevisto supremo lo había hundido...) y, desamparado, regresa al lugar de vacaciones de su adolescencia, a sus primeras emociones sensuales, allí donde vivió otro drama que se revela al final de la novela. 

 El mar es una novela de aprendizaje doble. Dos relatos que a veces se yuxtaponen y a veces se imbrican: el que se vuelve, cincuenta años atrás, a la adolescencia, y el anclado en el presente, el luto y la necesidad de sobrevivir, o no... Los dos contados con una misma voz, introspectiva e inquieta, en busca de una respuesta, una revelación, el mismo descubrimiento, improbable, que el que busca el individuo escrutando su rostro en el espejo. Ni el mismo Max Morden sabe bien lo que busca. Posiblemente, no tanto la respuesta blanda de la nostalgia cuanto una explicación primigenia, el sentido de un destino, de una vida, el acontecimiento o la emoción que resumiría y justificaría todo lo demás. 

Y es que más que una respuesta, El mar es una interrogación a la experiencia humana: ¿qué significa crecer, amar, sufrir, envejecer, morir? ¿Qué es lo que queda de una vida? Quizás nada más que ese “alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo” que mencionábamos. Y, sin embargo, no es una novela triste; en absoluto. Conmovedora, más bien. Un no-sé-qué que te envuelve, que no es la desesperación ni la melancolía y que quizá sea, sencillamente, la belleza de lo que es arte de verdad.

 El mar: una acuarela en la que se combinan la iniciación y la muerte, lo mojado sobre lo mojado.

lunes, 14 de enero de 2013

El mar de John Banville


                                                        
   Navega la barca la noche del agua, rompe el charol de la piel de la laguna. Caronte rema y a su derecha el río Leteo atraviesa el Paraíso (El agua del Leteo tiene el poder de hacer que se olvide el pasado y concede la eterna juventud), a su izquierda el can Cerbero duerme la vigilia en sus tres cabezas. 
El famoso cuadro del pintor flamenco Joachim Patinir nos narra ese viaje necesariamente póstumo e inevitable. Un viaje en el que no cesan las tribulaciones propias de la vida, pues en ese futuro (Ya postergados los tiempos en ese lugar donde el tiempo se ha solidificado) se encuentra la elección en la que residiremos hasta el fin de los tiempos (El tiempo tomado como relación entre un principio y un final no puede ser medido cuando nos encontramos en un futuro permanente que, necesariamente, es presente)
Banville no quiere olvidar el pasado, contrariamente, vuelve a él, a refugiarse del dolor.  Ese su pasado en donde están cristalizados aconteceres de su vida que grabarán su ser. La muerte de su esposa, el dolor de esa pérdida, le llevan al lugar donde su infancia comenzó a crecer. (¿Quién dijo aquello de que la infancia es la patria del hombre?)  Pues en el suelo patrio de ese pueblo con mar (Mar omnímodo, presente siempre)  es donde descubrió el sexo y allí también descubre la muerte, a quién viene de la muerte, a quién viene a asimilar la muerte. Thánatos-Eros-Thánatos. Un círculo que lo encierra.
 Tiene un comportamiento Max Morden (¿Referencia Murderous: asesino? Durante un momento de la narración pensé en esto) de laissez faire, de dejar pasar la vida, de pasividad. Displicente es la palabra que usa habitualmente para referirse a sí mismo, habitante de una vida, su propia vida, en la que siente manejado por los acontecimientos y las personas con las que se relaciona. “Siempre quise ser otra persona”, nos dice casi inocentemente, él que realmente no puede dejar ser un cínico y con esa perspectiva narra y esa es la distancia que toma para narrar.
De algún modo, la vida es para Max Morden, algo para habitar, sin sentido del ser como dominador de las circunstancias. Su conciencia apenas reflexiona en cuanto a decantar un postulado que le sirva para acogerse y llevarse del mismo vivir biológico, ya que sin conciencia del ser, el existir, el conocimiento de uno mismo, como algo volitivo, no surge.
Por eso, quizá, las referencias de sus recuerdos no le aportan una categoría existencial, tal como la revelación de lo iniciático o el surgir de la madurez vital que subraya la Bildungsroman
El otro te identifica, decía Jean Paul Sartre, pero para ello debemos considerar el otro como referente e incorporarlo a nuestra dimensión con ese concepto pleno del desarrollo del ser llamada otrariedad. Ahora bien, en Banville, el otro si se identifica y le identifica, pero como un  espejo que devuelve su imagen y esa imagen no la interioriza por las razones que he citado de iniciación o transcendencia.
Leyendo la novela me ha venido a la mente, varias veces, El Extranjero de Albert Camus. El señor Meursault y Max Morden, manifiestan un vacío existencial por la falta de transcendencia de la vida. Hay una divergencia, quizá definitiva y que marca el salto del tiempo en que fueron concebidas las dos novelas. Meursault, ante la muerte de su madre, nota la intensidad del vacío. Max Morden, se refugia en ese vacío ante el dolor de la muerte. Puede que después de pasar todo este siglo caníbal que fue el XX, se haya vuelto al hombre con atributos, porque nos hemos rencontrado con el sentimiento.
De todas formas, la cuestión es esta: ¿Es necesario que la literatura busque o encuentre esa transcendencia en lo que narra,  esa relevancia del  periplo vital?
Tenemos en la literatura abundantes creaciones que además de su calidad intrínsecamente literaria, logran un reflejo fiel de una época. De forma directa: La Colmena. Simbólica: La Familia de Pascual Duarte, Tiempo de silencio, Berlin Alexanderplatz. O, incluso, como ya he citado, reflejar la perplejidad de la presencia del ser ante la nada: El Extranjero. O del hombre ante la ausencia de Dios: Dostoievski. A lo mejor, o a lo peor, esa época ya ha terminado.
Puede que nadie busque ya el río Leteo; después de Freud, la memoria ha usado el olvido como materia transferida a una conciencia donde el sistema P lo clasifica, le pone nombre y juega al escondite para que cuando se encuentre su hallazgo sea revelación:. Esto sitúa a Banville más allá del Leteo y más allá de Freud. A lo mejor, ya era hora que la memoria dejara de jugar malas pasadas.
Por supuesto que a Banville le basta y le sobra con darnos el placer de su lectura en una magnífica escritura.

Los dioses se lo paguen, que los humanos ya lo hacemos: ¿Acaso él no habita en nuestro Olimpo?



viernes, 11 de enero de 2013

Siguiendo la conversación iniciada por Rafa...



He leído atentamente vuestras reseñas. Da gusto con una Familia tan prolífica, literariamente hablando…

Leí “La cena” con muchísimo interés. Me atrapó con fuerza al principio para, luego, ir perdiendo intensidad.

Ningún personaje me resultó simpático ni cercano. Paul, porque alienta y fomenta la violencia en su hijo desde la más tierna infancia con su propia violencia (¿demente?); Claire como encubridora de ambos e, incluso, yendo más allá como primera instigadora del asesinato de Beau, su primo; Serge, porque le pesa más su temor al escándalo, si llega a conocerse la implicación de su hijo Rick en el salvaje asesinato de una mujer que dormía en un cajero, que sus valores ético-morales o políticos; Babette, porque parece preocuparse, ante todo, de que nada cambie en su confortable vida. Los más comprometidos entre sí, que no con el resto de la humanidad, son Paul, Claire y su vástago Michael. Nada puede afear su “entrañable familia”, ya que se elimina drásticamente… a cualquier precio.

Los adolescentes protagonistas, fruto de una educación en exceso permisiva, carente de valores y de contenido, no crecen bien, no maduran como sería de desear; sus padres, tampoco, les ayudan a hacerlo. Aunque uno sea más violento, el otro más cobarde y el tercero, además de posterior víctima, intente beneficiarse del acto criminal de sus primos… los tres denotan, incluso Beau que se niega a participar en el crimen perpetrado por ellos, una ausencia total de remordimiento o culpa.

Terrible la historia de Beau, arrancado de sus raíces, adoptado como un juguete y sacrificado como un estorbo embarazoso.

Así, Micheal y Rick cometen un acto fascista asesinando a una indigente que les estorba y molesta con su mal olor, alentados y alimentados, de una forma activa uno, y de forma pasiva el otro, por sus familias. Consentidos por una sociedad que prefiere mirar hacia un lado menos incómodo, más hedonista.

Me gustó la forma en que el autor nos va tejiendo la historia, aderezada con el propio menú.

La historia me dejó mal cuerpo, ciertamente me sentó mal “la cena”, aunque me alegro de haberla leído.