lunes, 6 de mayo de 2013

Últimas lecturas...

     Hemos leído recientemente En la orilla,  de Rafael Chirbes, bautizada como "La gran novela de la crisis en España" y continuación de Crematorio (2007, Premio de la Crítica). Muestra, ambas, de la mejor literatura actual. En estos tiempos, triste dolorosa realidad.


 Las poseídas de Betina González es la próxima lectura elegida. Breve e intensa. Ha sido ganadora del VIII Premio Tusquets de Novela en noviembre de 2012.

Destacamos la valoración del jurado en la entrega del Premio:  

"la destreza con que la autora teje una trama que combina géneros y elementos diversos, la recreación poco complaciente del despertar sexual de la adolescencia y su actitud desafiante ante la herencia de los adultos, así como la atmósfera de un colegio religioso que acaba convirtiéndose en un trasunto sutil de un país que sale de la dictadura, todo ello contado con una escritura envolvente y original, de altísima calidad literaria".



domingo, 5 de mayo de 2013


Sobre Las Poseídas y un poco más, quizá.
        Lo más fácil sería el decir que esta es una novela de adolescentes que narra ese rito de tránsito tan difícil, a veces traumático, llamada novela de paso, novela de crecimiento. Que lo es, con todo lo que esto implica y que está contenido dentro de esta novela brillante en el lenguaje, con expresiones de feliz logro y frases redondas que complementan el discurrir de la acción.

Un colegio de monjas, ubicado en un edificio anteriormente asilo de niños abandonados. (Un guiño, la similitud) La rebelión de unas estudiantes al acortarse las faldas. Rebelión en dos direcciones: casi estética, contra la uniformidad en otra las muchas formas en que se manifiesta la compleja búsqueda de la personalidad y rebelión hormonal en la que esas jovencitas se descubren el potencial de sus cuerpos. Las relaciones sociales entre estudiantes y su mecanismo complejo de la división en clases o castas definitorias del estatus social y de la personalidad individual. La atracción mimética entre seres que discrepan de las castas formadas por una arbitrariedad aparente y que se unen en su marginalidad.

Todo esto transcurre por estas páginas con sabor gótico: los pasillos y habitaciones casi abandonadas, poco transitadas; lugares de encuentro furtivo. La escalera elíptica de una torre enigmática. El fantasma. La secta acólita a esta fantasma. Una muerte de causa y modo poco convincentes, con lugar a dudas casi metafísicas; justo las que dan lugar a la mística y a ese terreno lacustre y nebuloso donde nacen las leyendas, tan afines a esa edad; puerta de entrada a la gruta por donde se camina a la revelación (nada ajeno, por cierto, a Platón y a todas las sagas y fábulas que en el mundo se hicieron y hacen como símbolos y enseñanzas) La casa tan de Lewis Carroll con sus fotografías de púberes desnudas y su perverso iniciador. La misma casa que guarda al exhibicionista. El exhibicionista oculto en la casa de Marisol: Dentro, en el interior de las cosas y de los seres se oculta el lado oscuro, desvelarlo es el oficio de la adolescencia, aunque su revelación solo nos ofrezca una realidad ¨natural¨ que es la establecida, inmarcesible e inalterable. Esta aceptación es justificación del discurrir unívoco de la historia que satisface al poder y a sus múltiples cabezas de hidra, detentadoras cada una de un extracto, una porción del poder.

¡Ay!, ¡Cuánto debemos a la misma fuente beber de la misma agua con distinto sabor! ¿Acaso Ariadna, Teseo y Dionisio no se perdían y se encontraban en ese laberinto de la Creta universal? No, no me olvido del Minotauro, este forma parte de la función, tanto como Lewis Carroll o el anciano exhibicionista. Actúan en la irracionalidad de su estado, son dueños de sí en la misma proporción que los dominan los instintos. También este dominio de los instintos más primitivos, menos sofisticados, ya domesticados por la civilidad, es la llave que abre la puerta del tránsito de la adolescencia a la viabilidad del comportamiento socialmente establecido. López, al fin, ve la luz al final del laberinto.

 Otra vez las referencias a la configuración primaria de nuestra civilización y de la estratificación esencial de nuestro pensamiento occidental. El colegio como laberinto, el laberinto símbolo de búsqueda, el laberinto como discurso, la mayéutica de las preguntas y respuestas que nos conducirán a la verdad. Y así es, para López, como luego veremos. 

 Esa Verdad esclarecedora, hermana de la Belleza y que con su revelación beatífica curará el espíritu. (Cuánta deuda, también en Freud a la mayéutica socrática. Y para nosotros, ¿no es quizá también un escaso pilar, aunque sólido, para sustentar tantas posibilidades de interpretar el mundo como lugar donde nuestro ser se realiza?)

Un poco, muy poco, de Holden Cauldfiel. La rebelión como forma de gamberrada juvenil o, la rebelión juvenil como forma de gamberrada. Si un mucho de la sexualidad como misterio a descubrir, arma a usar y herramienta de uso.

Gran personaje el de Felisa. La voluntariamente marginal suicida, habitante de un mundo propio, complejo y fantasmal, que subyuga a la protagonista. Una protagonista desdoblada, escindida en su yo, en una López alter ego y conciencia de sí misma. Interesante este desdoblamiento admonitorio y que actúa como alternativa del ser. Alternativa que luego se hará presente definitivo, pero para ello tienen que ocurrir ciertas cosas. Que a Felisa se le dictamine la causa de su actuación en la definición de su comportamiento: es una enferma mental. La nomenclatura aclara, determina y justifica. Una vez nombrada la enfermedad, ya patente, queda regulada y ocupa el lugar social que le corresponde. La sociedad queda a salvo en su “normalidad”. La marginalidad, de cualquier signo, subraya con su presencia extraordinaria, excepcional, la evidencia de la normalidad.

Felisa es pertinaz con su negación de buscarse un lugar en este mundo. La protagonista no usa a López como una parte esquizoide de su ser, López es un catalizador pronto a usar como el traje que se guarda en el ropero para esa ocasión especial, tanto que es la definitiva, tanto como que entonces López se hace cuerpo y elige, pero cuando ha sido elegida: Tiene una cita con el hermano de la chica guay, la Barbie del colegio, la familia rica que puede, ¿quién sabe?, ¿por qué no?, ascenderla de clase social.

La justificación de la existencia es la aceptación individual del existir, luego toca el enroque social.

Hay quién se queda en el primer paso: los poetas, los filósofos y los locos. Cabe preguntarse si no son lo mismo.

Querido amigos, espero vuestra disensión. Como en la mayéutica socrática, juntos, en el debate, quizá nos acerquemos a la verdad. Cuando menos la verdad relativa de esta novela y lo que ella nos haga pensar.

Saludos y un abrazo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Una cena con trampa y cartón


Comencé a leer “La cena” con cierto interés, motivado, en buena medida, por ecos encomiables de conocidos. A medida que avanzaba en la lectura, comenzaron a pugnar en mi lector interior dos sentimientos, el de salvar los “ecos encomiables” y  el sentimiento desazonante de que estaba cayendo en un engaño. A partir de la mitad de la novela, más o menos, fue la desazón la que se acabó imponiendo. “La cena” pasó, entonces, a convertirse en trampa, en engaño puro y duro, en fiasco. Y eso me cabreó, así como suena, conmigo mismo, por haber creído, durante una parte de la lectura, que el gato era liebre. Caí como un pardillo. Y, a partir de ahí, y tomando distancia, me puse a buscar las razones literarias del engaño.

1ª. Razón. Mediada la novela descubrimos, por una suerte de deus ex machina, que el protagonista, Paul, es  un “jamao”,  “malo malísimo” y su hermano, el político, el “bueno”. Y eso, después de pasarse media novela buscando la empatía del lector con Paul (crítico acerado de la burguesía gilipollas y sus costumbres y honradamente preocupado por su hijo) y la antipatía con su hermano (político estúpido donde los haya). Ningún indicio narrativo nos permite sospechar en las ciento y muchas primeras páginas de la novela semejante milagro de metamorfosis. Una buena narración del tipo realista-costumbrista admite cualquier transgresión de lo real verdadero, pero nunca de lo verosímil. Si, además, el autor nos explica, a toro pasado, el cambio del protagonista por defectos de “fábrica” cromosómicos y genéticos, la inverosimilitud literaria se convierte en ridiculez. Pero es que de la metamorfosis del hermano solo nos da, por defecto, la generación espontánea.

2ª Razón.  Con semejantes personajes se falsea  hasta lo imposible el “fondo” (¿?) de lo que parece que nos va a ofrecer la novela: un debate moral sobre la amoralidad de una sociedad maleducada. ¿Cómo puede haber debate si, literariamente, no se sabe quién es quién y qué es que en la novela? Nadie, nada. Todo es menos que cero.  La doble postura en la búsqueda de lo mejor para los hijos es maniquea, sin matices. Y el maniqueísmo nunca le siente bien a una novela “moral”  honrada tanto técnica como temáticamente.

3ª Razón y, quizá la más significativa, desde la estilística narrativa.  El uso de los enfoques, o puntos de vista narrativos, no es arbitrario a la hora de escribir una novela.  Según lo que quiera contar –el qué-, un novelista elige la primera, la segunda o la tercera persona en sus múltiples variantes –el cómo-.
Koch elige la primera persona que encarna en Paul. Genéricamente hablando un autor utiliza la primera persona para hacer más verosímil la historia que cuenta. Solo una pregunta: ¿Es verosímil un yo narrativo que al final de la novela acaba apareciendo como todo lo contrario que aparecía al comienzo de la misma? ¿Cómo un yo narrativo que conoce –debe conocer-, su historia desde que comienza a contarla solo se da a conocer al lector al final de la novela?  Posiblemente seguiría siendo una historia tramposa, pero un narrador-dios en tercera persona habría suavizado la burla.

En conclusión: la culpa ha sido mía. He querido leer “La cena” como una buena novela cuando la realidad es que se trata de un Bestseller, más bestseller que otros. Me he dado a mi mismo gato por liebre. Es muy posible que Koch solo pretendiese vender millares de ejemplares. Y en eso, realmente acertó.
   

jueves, 17 de enero de 2013

Nacer, morir, El mar


No hay distancias entre niñez y vejez, nacimiento y muerte. Nada, quizás, salvo “un alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo”

Nada hay aquí de intrincados misterios que desvelar o de peripecias palpitantes que te enganchan y te arrastran a pasar apresuradamente sus páginas. Más bien, un fresco que se va llenando de escenas, sensaciones, momentos furtivos elevados a una memoria que se prolonga, maravillosamente viva, en gestos, expresiones, momentos inefables, escalofríos incluso, con una pincelada precisa y suave, tierna o cruel, pero siempre inteligente. ¿Cuestión de azar si la pintura (con Bonnard) y la fotografía asoman a sus páginas? Muy probablemente, no. 

El poder de la memoria es la columna vertebral de esta historia. Los recuerdos van-y-vienen-y van, como el mar, y sumergen al lector en un baño turbio y emocionante, dulce y lleno de es-puma amarga. La historia cuenta pocas cosas, pero las sublima todas: un hombre al atardecer de su vida vuelve sobre acontecimientos de sus vacaciones adolescentes junto al mar. Su mujer acaba de morir de cáncer (… el imprevisto supremo lo había hundido...) y, desamparado, regresa al lugar de vacaciones de su adolescencia, a sus primeras emociones sensuales, allí donde vivió otro drama que se revela al final de la novela. 

 El mar es una novela de aprendizaje doble. Dos relatos que a veces se yuxtaponen y a veces se imbrican: el que se vuelve, cincuenta años atrás, a la adolescencia, y el anclado en el presente, el luto y la necesidad de sobrevivir, o no... Los dos contados con una misma voz, introspectiva e inquieta, en busca de una respuesta, una revelación, el mismo descubrimiento, improbable, que el que busca el individuo escrutando su rostro en el espejo. Ni el mismo Max Morden sabe bien lo que busca. Posiblemente, no tanto la respuesta blanda de la nostalgia cuanto una explicación primigenia, el sentido de un destino, de una vida, el acontecimiento o la emoción que resumiría y justificaría todo lo demás. 

Y es que más que una respuesta, El mar es una interrogación a la experiencia humana: ¿qué significa crecer, amar, sufrir, envejecer, morir? ¿Qué es lo que queda de una vida? Quizás nada más que ese “alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo” que mencionábamos. Y, sin embargo, no es una novela triste; en absoluto. Conmovedora, más bien. Un no-sé-qué que te envuelve, que no es la desesperación ni la melancolía y que quizá sea, sencillamente, la belleza de lo que es arte de verdad.

 El mar: una acuarela en la que se combinan la iniciación y la muerte, lo mojado sobre lo mojado.

lunes, 14 de enero de 2013

El mar de John Banville


                                                        
   Navega la barca la noche del agua, rompe el charol de la piel de la laguna. Caronte rema y a su derecha el río Leteo atraviesa el Paraíso (El agua del Leteo tiene el poder de hacer que se olvide el pasado y concede la eterna juventud), a su izquierda el can Cerbero duerme la vigilia en sus tres cabezas. 
El famoso cuadro del pintor flamenco Joachim Patinir nos narra ese viaje necesariamente póstumo e inevitable. Un viaje en el que no cesan las tribulaciones propias de la vida, pues en ese futuro (Ya postergados los tiempos en ese lugar donde el tiempo se ha solidificado) se encuentra la elección en la que residiremos hasta el fin de los tiempos (El tiempo tomado como relación entre un principio y un final no puede ser medido cuando nos encontramos en un futuro permanente que, necesariamente, es presente)
Banville no quiere olvidar el pasado, contrariamente, vuelve a él, a refugiarse del dolor.  Ese su pasado en donde están cristalizados aconteceres de su vida que grabarán su ser. La muerte de su esposa, el dolor de esa pérdida, le llevan al lugar donde su infancia comenzó a crecer. (¿Quién dijo aquello de que la infancia es la patria del hombre?)  Pues en el suelo patrio de ese pueblo con mar (Mar omnímodo, presente siempre)  es donde descubrió el sexo y allí también descubre la muerte, a quién viene de la muerte, a quién viene a asimilar la muerte. Thánatos-Eros-Thánatos. Un círculo que lo encierra.
 Tiene un comportamiento Max Morden (¿Referencia Murderous: asesino? Durante un momento de la narración pensé en esto) de laissez faire, de dejar pasar la vida, de pasividad. Displicente es la palabra que usa habitualmente para referirse a sí mismo, habitante de una vida, su propia vida, en la que siente manejado por los acontecimientos y las personas con las que se relaciona. “Siempre quise ser otra persona”, nos dice casi inocentemente, él que realmente no puede dejar ser un cínico y con esa perspectiva narra y esa es la distancia que toma para narrar.
De algún modo, la vida es para Max Morden, algo para habitar, sin sentido del ser como dominador de las circunstancias. Su conciencia apenas reflexiona en cuanto a decantar un postulado que le sirva para acogerse y llevarse del mismo vivir biológico, ya que sin conciencia del ser, el existir, el conocimiento de uno mismo, como algo volitivo, no surge.
Por eso, quizá, las referencias de sus recuerdos no le aportan una categoría existencial, tal como la revelación de lo iniciático o el surgir de la madurez vital que subraya la Bildungsroman
El otro te identifica, decía Jean Paul Sartre, pero para ello debemos considerar el otro como referente e incorporarlo a nuestra dimensión con ese concepto pleno del desarrollo del ser llamada otrariedad. Ahora bien, en Banville, el otro si se identifica y le identifica, pero como un  espejo que devuelve su imagen y esa imagen no la interioriza por las razones que he citado de iniciación o transcendencia.
Leyendo la novela me ha venido a la mente, varias veces, El Extranjero de Albert Camus. El señor Meursault y Max Morden, manifiestan un vacío existencial por la falta de transcendencia de la vida. Hay una divergencia, quizá definitiva y que marca el salto del tiempo en que fueron concebidas las dos novelas. Meursault, ante la muerte de su madre, nota la intensidad del vacío. Max Morden, se refugia en ese vacío ante el dolor de la muerte. Puede que después de pasar todo este siglo caníbal que fue el XX, se haya vuelto al hombre con atributos, porque nos hemos rencontrado con el sentimiento.
De todas formas, la cuestión es esta: ¿Es necesario que la literatura busque o encuentre esa transcendencia en lo que narra,  esa relevancia del  periplo vital?
Tenemos en la literatura abundantes creaciones que además de su calidad intrínsecamente literaria, logran un reflejo fiel de una época. De forma directa: La Colmena. Simbólica: La Familia de Pascual Duarte, Tiempo de silencio, Berlin Alexanderplatz. O, incluso, como ya he citado, reflejar la perplejidad de la presencia del ser ante la nada: El Extranjero. O del hombre ante la ausencia de Dios: Dostoievski. A lo mejor, o a lo peor, esa época ya ha terminado.
Puede que nadie busque ya el río Leteo; después de Freud, la memoria ha usado el olvido como materia transferida a una conciencia donde el sistema P lo clasifica, le pone nombre y juega al escondite para que cuando se encuentre su hallazgo sea revelación:. Esto sitúa a Banville más allá del Leteo y más allá de Freud. A lo mejor, ya era hora que la memoria dejara de jugar malas pasadas.
Por supuesto que a Banville le basta y le sobra con darnos el placer de su lectura en una magnífica escritura.

Los dioses se lo paguen, que los humanos ya lo hacemos: ¿Acaso él no habita en nuestro Olimpo?



viernes, 11 de enero de 2013

Siguiendo la conversación iniciada por Rafa...



He leído atentamente vuestras reseñas. Da gusto con una Familia tan prolífica, literariamente hablando…

Leí “La cena” con muchísimo interés. Me atrapó con fuerza al principio para, luego, ir perdiendo intensidad.

Ningún personaje me resultó simpático ni cercano. Paul, porque alienta y fomenta la violencia en su hijo desde la más tierna infancia con su propia violencia (¿demente?); Claire como encubridora de ambos e, incluso, yendo más allá como primera instigadora del asesinato de Beau, su primo; Serge, porque le pesa más su temor al escándalo, si llega a conocerse la implicación de su hijo Rick en el salvaje asesinato de una mujer que dormía en un cajero, que sus valores ético-morales o políticos; Babette, porque parece preocuparse, ante todo, de que nada cambie en su confortable vida. Los más comprometidos entre sí, que no con el resto de la humanidad, son Paul, Claire y su vástago Michael. Nada puede afear su “entrañable familia”, ya que se elimina drásticamente… a cualquier precio.

Los adolescentes protagonistas, fruto de una educación en exceso permisiva, carente de valores y de contenido, no crecen bien, no maduran como sería de desear; sus padres, tampoco, les ayudan a hacerlo. Aunque uno sea más violento, el otro más cobarde y el tercero, además de posterior víctima, intente beneficiarse del acto criminal de sus primos… los tres denotan, incluso Beau que se niega a participar en el crimen perpetrado por ellos, una ausencia total de remordimiento o culpa.

Terrible la historia de Beau, arrancado de sus raíces, adoptado como un juguete y sacrificado como un estorbo embarazoso.

Así, Micheal y Rick cometen un acto fascista asesinando a una indigente que les estorba y molesta con su mal olor, alentados y alimentados, de una forma activa uno, y de forma pasiva el otro, por sus familias. Consentidos por una sociedad que prefiere mirar hacia un lado menos incómodo, más hedonista.

Me gustó la forma en que el autor nos va tejiendo la historia, aderezada con el propio menú.

La historia me dejó mal cuerpo, ciertamente me sentó mal “la cena”, aunque me alegro de haberla leído.

sábado, 29 de diciembre de 2012

   Estimados compañeros de lecturas, al mismo tiempo que enviaba al blog mis comentarios sobre La Cena de Herman Koch, recibía un mail de mi hija en el que me comenta su impresión de la novela. Disculparme mi atrevimiento, pero considero que aporta cosas interesantes que nos pueden dar pie para debatir.


Hola papi!!

 La Cena. 
Estoy absolutamente de acuerdo con tu recesión literaria. Me ha encantado. 
Entro en el debate que propones pero no puedo quitarme lo que se denomina "gafas de lo social", mal que padecemos gentuza de ámbitos como la pedagogía, psicología, antropología, trabajo y educación social, que vivimos de las subvenciones y votamos a seres como ZP (porque los pardillos de nuestros padres nos pagaron una carrera jeje).
El punto fuerte del autor es empatizar con el lector a través de sus instintos más primarios, que en una sociedad del bienestar pos moderna, no es más que lo políticamente incorrecto.
Recuerda que lo políticamente correcto surge en consonancia con las medidas de discriminación positiva de política social de izquierdas en los años ochenta y noventa.
El protagonista conecta con nuestro lado oscuro haciéndonos guiños mientras nos burlamos de su hermano el triunfador. Pocos pueden acceder al mundo de restaurantes exclusivos, catas en Francia o familias numerosas. Así qué nos reímos de todos los clichés progresistas: el cine independiente, la cooperación internacional, la idealización del campo, etc. Y no nos sentimos mal porque creemos que el otro, el político, ha de ser el causante de la desgracia, el "malo".
La cosa se pone siniestra con los comentarios en relación a la sin techo asesinada y cuando aparece definitivamente la violencia como estilo comunicativo que define a Paul, que obviamente no es capaz de desarrollar una vida funcional. El autor nos muestra que una cosa es  la incoherencia manifiesta entre los valores que Serge dicen defender y sus intereses reales cotidianos como político y ciudadano de clase adinerada que es, y otra muy distinta es que a su hermano no le importe violar los derechos de los demás siempre y cuando satisfaga sus necesidades ante cualquier conflicto que se le presente (desde la corrección de un trabajo del instituto hasta los hechos que narra en el libro). Por el contrario Serge aparece como una persona con capacidad para la asertividad y el diálogo, competencias fundamentales en un político pues sin ellas no es posible llegar al consenso (ceder todos, no ganar ninguno).
Claire, la mujer de Paul, adopta una postura pasivo-agresiva, inesperada en nuestro estereotipo de holandesa liberada, más propio de una mamma de Chicago. Al igual que en su cuñada Babette, el instinto de protección y supervivencia más básicos priman en ellas. Confío que sea por simplificar la historia y no porque el autor considere que la mujer como madre ( la otra ya sabemos cómo es), piense con el útero y no tenga en nosotras cabida dilemas de tipo moral. 
Los adolescentes hacen lo que hacen porque, en mi opinión, son lo que siempre han sido: descubridores del mundo, potencia sin control. La agresividad es un instinto nato, fundamental para sobrevivir como especie mientras que La violencia se aprende, en casa, en el cole, con los amigos, en los medios, igual que todo lo demás. Así los primos responden al proceso de socialización en el que se han visto inmersos a través de sus padres, amigos, escuela y medios de comunicación.
Anteriormente resaltaba las habilidades comunicativas y para la resolución de conflictos de los dos actores principales (agresiva Paul y asertiva Serge) porque estas se adquieren o aprenden y se sustentan en los valores y creencias personales, e igualmente se transmiten. 
Michael, Rick y Beau son consumistas, exhibicionistas, materialistas, al igual que poliglotas, multifuncionales, cosmopolitas, chulos, etc. y han crecido como toda su generación en una sociedad que banaliza y anestesia ante el dolor de los demás. Por ello los dos primeros hacen lo que hacen y el tercero los chantajea.
Michael está convencido de que la violencia es una herramienta legítima para resolver conflictos, que injusticia es aquello que tu deseas y no te dan, que el fin justifica los medios, etc. 
Rick y Beau tienen conciencia del bien y del mal, para ellos la solidaridad y el compartir son algo más que conceptos pues son su día a día con una hermana dependiente y uno de ellos de origen africano. Por eso Beau ni si queda y Rick, aunque se deja arrastrar, pues todos erramos, sufre consecuencias emocionales.
La patología de Paul, heredada o no por su hijo, no sería relevante porque una enfermedad afectaría a aspectos como la impulsividad, (grado de agresividad al sentirte atacado) pero no a una decisión tomada, (acto violento premeditado). Para entendernos sería un leve atenuante, nunca un eximente, pues un psicópata es uno, nunca un grupo.
Hablaba al principio que el autor utilizaba premisas liberales contrarias a las políticas sociales de izquierdas para ir in crescendo helándonos  una sonrisa presuntamente cómplice criticando a los que aquí denominamos progres.
Entiendo que pretende hacernos reflexionar sobre el peligro de que este tipo de valores se impongan, pues las personas que los abanderan no son muy de consensuar, frente a lo aparatosos, incoherentes o incongruentes que nos resulten las políticas socialdemócratas que les han proporcionado paz y pan los últimos setenta años (lo que no quita que haya que revisarlas).
Destaco entonces al principal perjudicado y a la víctima de esta historia: Beau.
No sólo lo asesinan si no que dejan en el aire la duda de si abandonó a su familia, su madre, su padre, todos a los que quiso y a quienes le han querido en su corta vida. Como si conociera otra cosa. No comprenden que en las familias felices nadie se imagina otros padres, pero en las infelices los hijos biológicos, sueñan que son adoptados y sus verdaderos padres vienen a rescatarlos.
No hay que irse a Burkina Faso. 
Que políticos holandeses nos adopten ya!,,
Y no habrá bacterias con apellidos españoles, pero lugares en el planeta....!,!
Besos
Tu hija la mayor