lunes, 14 de enero de 2013

El mar de John Banville


                                                        
   Navega la barca la noche del agua, rompe el charol de la piel de la laguna. Caronte rema y a su derecha el río Leteo atraviesa el Paraíso (El agua del Leteo tiene el poder de hacer que se olvide el pasado y concede la eterna juventud), a su izquierda el can Cerbero duerme la vigilia en sus tres cabezas. 
El famoso cuadro del pintor flamenco Joachim Patinir nos narra ese viaje necesariamente póstumo e inevitable. Un viaje en el que no cesan las tribulaciones propias de la vida, pues en ese futuro (Ya postergados los tiempos en ese lugar donde el tiempo se ha solidificado) se encuentra la elección en la que residiremos hasta el fin de los tiempos (El tiempo tomado como relación entre un principio y un final no puede ser medido cuando nos encontramos en un futuro permanente que, necesariamente, es presente)
Banville no quiere olvidar el pasado, contrariamente, vuelve a él, a refugiarse del dolor.  Ese su pasado en donde están cristalizados aconteceres de su vida que grabarán su ser. La muerte de su esposa, el dolor de esa pérdida, le llevan al lugar donde su infancia comenzó a crecer. (¿Quién dijo aquello de que la infancia es la patria del hombre?)  Pues en el suelo patrio de ese pueblo con mar (Mar omnímodo, presente siempre)  es donde descubrió el sexo y allí también descubre la muerte, a quién viene de la muerte, a quién viene a asimilar la muerte. Thánatos-Eros-Thánatos. Un círculo que lo encierra.
 Tiene un comportamiento Max Morden (¿Referencia Murderous: asesino? Durante un momento de la narración pensé en esto) de laissez faire, de dejar pasar la vida, de pasividad. Displicente es la palabra que usa habitualmente para referirse a sí mismo, habitante de una vida, su propia vida, en la que siente manejado por los acontecimientos y las personas con las que se relaciona. “Siempre quise ser otra persona”, nos dice casi inocentemente, él que realmente no puede dejar ser un cínico y con esa perspectiva narra y esa es la distancia que toma para narrar.
De algún modo, la vida es para Max Morden, algo para habitar, sin sentido del ser como dominador de las circunstancias. Su conciencia apenas reflexiona en cuanto a decantar un postulado que le sirva para acogerse y llevarse del mismo vivir biológico, ya que sin conciencia del ser, el existir, el conocimiento de uno mismo, como algo volitivo, no surge.
Por eso, quizá, las referencias de sus recuerdos no le aportan una categoría existencial, tal como la revelación de lo iniciático o el surgir de la madurez vital que subraya la Bildungsroman
El otro te identifica, decía Jean Paul Sartre, pero para ello debemos considerar el otro como referente e incorporarlo a nuestra dimensión con ese concepto pleno del desarrollo del ser llamada otrariedad. Ahora bien, en Banville, el otro si se identifica y le identifica, pero como un  espejo que devuelve su imagen y esa imagen no la interioriza por las razones que he citado de iniciación o transcendencia.
Leyendo la novela me ha venido a la mente, varias veces, El Extranjero de Albert Camus. El señor Meursault y Max Morden, manifiestan un vacío existencial por la falta de transcendencia de la vida. Hay una divergencia, quizá definitiva y que marca el salto del tiempo en que fueron concebidas las dos novelas. Meursault, ante la muerte de su madre, nota la intensidad del vacío. Max Morden, se refugia en ese vacío ante el dolor de la muerte. Puede que después de pasar todo este siglo caníbal que fue el XX, se haya vuelto al hombre con atributos, porque nos hemos rencontrado con el sentimiento.
De todas formas, la cuestión es esta: ¿Es necesario que la literatura busque o encuentre esa transcendencia en lo que narra,  esa relevancia del  periplo vital?
Tenemos en la literatura abundantes creaciones que además de su calidad intrínsecamente literaria, logran un reflejo fiel de una época. De forma directa: La Colmena. Simbólica: La Familia de Pascual Duarte, Tiempo de silencio, Berlin Alexanderplatz. O, incluso, como ya he citado, reflejar la perplejidad de la presencia del ser ante la nada: El Extranjero. O del hombre ante la ausencia de Dios: Dostoievski. A lo mejor, o a lo peor, esa época ya ha terminado.
Puede que nadie busque ya el río Leteo; después de Freud, la memoria ha usado el olvido como materia transferida a una conciencia donde el sistema P lo clasifica, le pone nombre y juega al escondite para que cuando se encuentre su hallazgo sea revelación:. Esto sitúa a Banville más allá del Leteo y más allá de Freud. A lo mejor, ya era hora que la memoria dejara de jugar malas pasadas.
Por supuesto que a Banville le basta y le sobra con darnos el placer de su lectura en una magnífica escritura.

Los dioses se lo paguen, que los humanos ya lo hacemos: ¿Acaso él no habita en nuestro Olimpo?



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