Hemos leído recientemente En la orilla, de Rafael Chirbes, bautizada como "La gran novela de la crisis en España" y continuación de Crematorio (2007, Premio de la Crítica). Muestra, ambas, de la mejor literatura actual. En estos tiempos, triste dolorosa realidad.
Las poseídas de Betina González es la próxima lectura elegida. Breve e intensa. Ha sido ganadora del VIII Premio Tusquets de Novela en noviembre de 2012.
Destacamos la valoración del jurado en la entrega del Premio:
"la destreza con que la
autora teje una trama que combina géneros y elementos diversos, la recreación
poco complaciente del despertar sexual de la adolescencia y su actitud
desafiante ante la herencia de los adultos, así como la atmósfera de un colegio
religioso que acaba convirtiéndose en un trasunto sutil de un país que sale de
la dictadura, todo ello contado con una escritura envolvente y original, de
altísima calidad literaria".
lunes, 6 de mayo de 2013
domingo, 5 de mayo de 2013
Sobre
Las Poseídas y un poco más, quizá.
Lo más fácil
sería el decir que esta es una novela de adolescentes que narra ese rito de
tránsito tan difícil, a veces traumático, llamada novela
de paso, novela de crecimiento. Que lo es, con todo lo que esto implica y que
está contenido dentro de esta novela brillante en el lenguaje, con expresiones
de feliz logro y frases redondas que complementan el discurrir de la acción.
Un colegio de monjas, ubicado en un edificio anteriormente asilo
de niños abandonados. (Un guiño, la similitud) La rebelión de unas estudiantes
al acortarse las faldas. Rebelión en dos direcciones: casi estética, contra la
uniformidad en otra las muchas formas en que se manifiesta la compleja búsqueda
de la personalidad y rebelión hormonal en la que esas jovencitas se descubren
el potencial de sus cuerpos. Las relaciones sociales entre estudiantes y su
mecanismo complejo de la división en clases o castas definitorias del estatus
social y de la personalidad individual. La atracción mimética entre seres que
discrepan de las castas formadas por una arbitrariedad aparente y que se unen
en su marginalidad.
Todo esto transcurre por estas páginas con sabor gótico: los
pasillos y habitaciones casi abandonadas, poco transitadas; lugares de
encuentro furtivo. La escalera elíptica de una torre enigmática. El fantasma.
La secta acólita a esta fantasma. Una muerte de causa y modo poco convincentes,
con lugar a dudas casi metafísicas; justo las que dan lugar a la mística y a
ese terreno lacustre y nebuloso donde nacen las leyendas, tan afines a esa
edad; puerta de entrada a la gruta por donde se camina a la revelación (nada
ajeno, por cierto, a Platón y a todas las sagas y fábulas que en el mundo se
hicieron y hacen como símbolos y enseñanzas) La casa tan de Lewis Carroll con
sus fotografías de púberes desnudas y su perverso iniciador. La misma casa que
guarda al exhibicionista. El exhibicionista oculto en la casa de Marisol:
Dentro, en el interior de las cosas y de los seres se oculta el lado oscuro,
desvelarlo es el oficio de la adolescencia, aunque su revelación solo nos
ofrezca una realidad ¨natural¨ que es la establecida, inmarcesible e
inalterable. Esta aceptación es justificación del discurrir unívoco de la
historia que satisface al poder y a sus múltiples cabezas de hidra,
detentadoras cada una de un extracto, una porción del poder.
¡Ay!, ¡Cuánto debemos a la misma fuente beber de la misma agua
con distinto sabor! ¿Acaso Ariadna, Teseo y Dionisio no se perdían y se
encontraban en ese laberinto de la Creta universal? No, no me olvido del
Minotauro, este forma parte de la función, tanto como Lewis Carroll o el
anciano exhibicionista. Actúan en la irracionalidad de su estado, son dueños de
sí en la misma proporción que los dominan los instintos. También este dominio
de los instintos más primitivos, menos sofisticados, ya domesticados por la
civilidad, es la llave que abre la puerta del tránsito de la adolescencia a la
viabilidad del comportamiento socialmente establecido. López, al fin, ve la luz
al final del laberinto.
Otra vez las referencias
a la configuración primaria de nuestra civilización y de la estratificación
esencial de nuestro pensamiento occidental. El colegio como laberinto, el
laberinto símbolo de búsqueda, el laberinto como discurso, la mayéutica de las
preguntas y respuestas que nos conducirán a la verdad. Y así es, para López,
como luego veremos.
Esa Verdad esclarecedora,
hermana de la Belleza y que con su revelación beatífica curará el espíritu.
(Cuánta deuda, también en Freud a la mayéutica socrática. Y para nosotros, ¿no
es quizá también un escaso pilar, aunque sólido, para sustentar tantas
posibilidades de interpretar el mundo como lugar donde nuestro ser se realiza?)
Un poco, muy poco, de Holden
Cauldfiel. La rebelión como forma de gamberrada juvenil o, la rebelión
juvenil como forma de gamberrada. Si un mucho de la sexualidad como misterio a
descubrir, arma a usar y herramienta de uso.
Gran personaje el de Felisa. La voluntariamente marginal
suicida, habitante de un mundo propio, complejo y fantasmal, que subyuga a la
protagonista. Una protagonista desdoblada, escindida en su yo, en una López alter
ego y conciencia de sí misma. Interesante este desdoblamiento admonitorio y que
actúa como alternativa del ser. Alternativa que luego se hará presente
definitivo, pero para ello tienen que ocurrir ciertas cosas. Que a Felisa se le
dictamine la causa de su actuación en la definición de su comportamiento: es
una enferma mental. La nomenclatura aclara, determina y justifica. Una vez
nombrada la enfermedad, ya patente, queda regulada y ocupa el lugar social que
le corresponde. La sociedad queda a salvo en su “normalidad”. La marginalidad,
de cualquier signo, subraya con su presencia extraordinaria, excepcional, la
evidencia de la normalidad.
Felisa es pertinaz con su negación de buscarse un lugar en este
mundo. La protagonista no usa a López como una parte esquizoide de su ser,
López es un catalizador pronto a usar como el traje que se guarda en el ropero
para esa ocasión especial, tanto que es la definitiva, tanto como que entonces
López se hace cuerpo y elige, pero cuando ha sido elegida: Tiene una cita con
el hermano de la chica guay, la Barbie del colegio, la familia rica que puede,
¿quién sabe?, ¿por qué no?, ascenderla de clase social.
La justificación de la existencia es la aceptación individual
del existir, luego toca el enroque social.
Hay quién se queda en el primer paso: los poetas, los filósofos
y los locos. Cabe preguntarse si no son lo mismo.
Querido amigos, espero vuestra disensión. Como en la mayéutica
socrática, juntos, en el debate, quizá nos acerquemos a la verdad. Cuando menos
la verdad relativa de esta novela y lo que ella nos haga pensar.
Saludos y un abrazo.
miércoles, 6 de febrero de 2013
Una cena con trampa y cartón
Comencé a leer
“La cena” con cierto interés, motivado, en buena medida, por ecos encomiables
de conocidos. A medida que avanzaba en la lectura, comenzaron a pugnar en mi
lector interior dos sentimientos, el de salvar los “ecos encomiables” y el sentimiento desazonante de que estaba
cayendo en un engaño. A partir de la mitad de la novela, más o menos, fue la
desazón la que se acabó imponiendo. “La cena” pasó, entonces, a convertirse en
trampa, en engaño puro y duro, en fiasco. Y eso me cabreó, así como suena,
conmigo mismo, por haber creído, durante una parte de la lectura, que el gato
era liebre. Caí como un pardillo. Y, a partir de ahí, y tomando distancia, me puse
a buscar las razones literarias del engaño.
1ª. Razón. Mediada la novela
descubrimos, por una suerte de deus ex
machina, que el protagonista, Paul, es un “jamao”, “malo malísimo” y su hermano, el político, el
“bueno”. Y eso, después de pasarse media novela buscando la empatía del lector
con Paul (crítico acerado de la burguesía gilipollas y sus costumbres y
honradamente preocupado por su hijo) y la antipatía con su hermano (político
estúpido donde los haya). Ningún indicio narrativo nos permite sospechar en las
ciento y muchas primeras páginas de la novela semejante milagro de
metamorfosis. Una buena narración del tipo realista-costumbrista admite cualquier
transgresión de lo real verdadero, pero nunca de lo verosímil. Si, además, el
autor nos explica, a toro pasado, el cambio del protagonista por defectos de
“fábrica” cromosómicos y genéticos, la inverosimilitud literaria se convierte
en ridiculez. Pero es que de la metamorfosis del hermano solo nos da, por
defecto, la generación espontánea.
2ª Razón. Con semejantes personajes se falsea hasta lo imposible el “fondo” (¿?) de lo que
parece que nos va a ofrecer la novela: un debate moral sobre la amoralidad de
una sociedad maleducada. ¿Cómo puede haber debate si, literariamente, no se
sabe quién es quién y qué es que en la novela? Nadie, nada. Todo es menos que
cero. La doble postura en la búsqueda de
lo mejor para los hijos es maniquea, sin matices. Y el maniqueísmo nunca le
siente bien a una novela “moral” honrada
tanto técnica como temáticamente.
3ª Razón y, quizá la más
significativa, desde la estilística narrativa.
El uso de los enfoques, o puntos de vista narrativos, no es arbitrario a
la hora de escribir una novela. Según lo
que quiera contar –el qué-, un novelista elige la primera, la segunda o la
tercera persona en sus múltiples variantes –el cómo-.
Koch elige la primera persona
que encarna en Paul. Genéricamente hablando un autor utiliza la primera persona
para hacer más verosímil la historia que cuenta. Solo una pregunta: ¿Es
verosímil un yo narrativo que al final de la novela acaba apareciendo como todo
lo contrario que aparecía al comienzo de la misma? ¿Cómo un yo narrativo que
conoce –debe conocer-, su historia desde que comienza a contarla solo se da a
conocer al lector al final de la novela?
Posiblemente seguiría siendo una historia tramposa, pero un
narrador-dios en tercera persona habría suavizado la burla.
En conclusión: la
culpa ha sido mía. He querido leer “La cena” como una buena novela cuando la
realidad es que se trata de un Bestseller, más bestseller que otros. Me he dado
a mi mismo gato por liebre. Es muy posible que Koch solo pretendiese vender
millares de ejemplares. Y en eso, realmente acertó.
jueves, 17 de enero de 2013
Nacer, morir, El mar
No hay distancias entre niñez y vejez, nacimiento y muerte. Nada, quizás, salvo “un alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo”.
Nada hay aquí de intrincados misterios que desvelar o de peripecias palpitantes que te enganchan y te arrastran a pasar apresuradamente sus páginas. Más bien, un fresco que se va llenando de escenas, sensaciones, momentos furtivos elevados a una memoria que se prolonga, maravillosamente viva, en gestos, expresiones, momentos inefables, escalofríos incluso, con una pincelada precisa y suave, tierna o cruel, pero siempre inteligente. ¿Cuestión de azar si la pintura (con Bonnard) y la fotografía asoman a sus páginas? Muy probablemente, no.
El poder de la memoria es la columna vertebral de esta historia. Los recuerdos van-y-vienen-y van, como el mar, y sumergen al lector en un baño turbio y emocionante, dulce y lleno de es-puma amarga.
La historia cuenta pocas cosas, pero las sublima todas: un hombre al atardecer de su vida vuelve sobre acontecimientos de sus vacaciones adolescentes junto al mar. Su mujer acaba de morir de cáncer (… el imprevisto supremo lo había hundido...) y, desamparado, regresa al lugar de vacaciones de su adolescencia, a sus primeras emociones sensuales, allí donde vivió otro drama que se revela al final de la novela.
El mar es una novela de aprendizaje doble. Dos relatos que a veces se yuxtaponen y a veces se imbrican: el que se vuelve, cincuenta años atrás, a la adolescencia, y el anclado en el presente, el luto y la necesidad de sobrevivir, o no... Los dos contados con una misma voz, introspectiva e inquieta, en busca de una respuesta, una revelación, el mismo descubrimiento, improbable, que el que busca el individuo escrutando su rostro en el espejo. Ni el mismo Max Morden sabe bien lo que busca. Posiblemente, no tanto la respuesta blanda de la nostalgia cuanto una explicación primigenia, el sentido de un destino, de una vida, el acontecimiento o la emoción que resumiría y justificaría todo lo demás.
Y es que más que una respuesta, El mar es una interrogación a la experiencia humana: ¿qué significa crecer, amar, sufrir, envejecer, morir? ¿Qué es lo que queda de una vida? Quizás nada más que ese “alzamiento de hombros indiferente del ancho mundo” que mencionábamos.
Y, sin embargo, no es una novela triste; en absoluto. Conmovedora, más bien. Un no-sé-qué que te envuelve, que no es la desesperación ni la melancolía y que quizá sea, sencillamente, la belleza de lo que es arte de verdad.
El mar: una acuarela en la que se combinan la iniciación y la muerte, lo mojado sobre lo mojado.
lunes, 14 de enero de 2013
El mar de John Banville
Navega la barca la noche del agua,
rompe el charol de la piel de la laguna. Caronte rema y a su derecha el río
Leteo atraviesa el Paraíso (El agua del Leteo tiene el poder de hacer que se olvide
el pasado y concede la eterna juventud), a su izquierda el can Cerbero duerme
la vigilia en sus tres cabezas.
El famoso cuadro
del pintor flamenco Joachim Patinir nos narra ese viaje necesariamente póstumo
e inevitable. Un viaje en el que no cesan las tribulaciones propias de la vida,
pues en ese futuro (Ya postergados los tiempos en ese lugar donde el tiempo se
ha solidificado) se encuentra la elección en la que residiremos hasta el fin de
los tiempos (El tiempo tomado
como relación entre un principio y un final no puede ser medido cuando nos
encontramos en un futuro permanente que, necesariamente, es presente)
Banville no quiere
olvidar el pasado, contrariamente, vuelve a él, a refugiarse del dolor. Ese su pasado en donde están cristalizados
aconteceres de su vida que grabarán su ser. La muerte de su esposa, el dolor de
esa pérdida, le llevan al lugar donde su infancia comenzó a crecer. (¿Quién
dijo aquello de que la infancia es la patria del hombre?) Pues en el suelo patrio de ese pueblo con mar
(Mar omnímodo, presente siempre) es donde
descubrió el sexo y allí también descubre la muerte, a quién viene de la
muerte, a quién viene a asimilar la muerte. Thánatos-Eros-Thánatos. Un círculo
que lo encierra.
Tiene un comportamiento Max Morden (¿Referencia
Murderous: asesino? Durante un momento de la narración pensé en esto) de
laissez faire, de dejar pasar la vida, de pasividad. Displicente
es la palabra que usa habitualmente para referirse a sí mismo, habitante de una
vida, su propia vida, en la que siente manejado por los acontecimientos
y las personas con las que se relaciona. “Siempre quise ser otra persona”, nos
dice casi inocentemente, él que realmente no puede dejar ser un cínico y con
esa perspectiva narra y esa es la distancia que toma para narrar.
De
algún modo, la vida es para Max Morden, algo para habitar, sin sentido del ser
como dominador de las circunstancias. Su conciencia apenas reflexiona en cuanto
a decantar un postulado que le sirva para acogerse y llevarse del mismo vivir
biológico, ya que sin conciencia del ser, el existir, el conocimiento de uno
mismo, como algo volitivo, no surge.
Por
eso, quizá, las referencias de sus recuerdos no le aportan una categoría
existencial, tal como la revelación de lo iniciático o el surgir de la madurez
vital que subraya la Bildungsroman
El
otro te identifica, decía Jean Paul Sartre, pero para ello debemos considerar
el otro como referente e incorporarlo a nuestra dimensión con ese concepto
pleno del desarrollo del ser llamada otrariedad. Ahora bien, en Banville, el
otro si se identifica y le identifica, pero como un espejo que devuelve su imagen y esa imagen no
la interioriza por las razones que he citado de iniciación o transcendencia.
Leyendo
la novela me ha venido a la mente, varias veces, El Extranjero de Albert Camus.
El señor Meursault y Max Morden, manifiestan un
vacío existencial por la falta de transcendencia de la vida. Hay una
divergencia, quizá definitiva y que marca el salto del tiempo en que fueron
concebidas las dos novelas. Meursault, ante la muerte de su madre, nota la
intensidad del vacío. Max Morden, se refugia en ese vacío ante el dolor de la
muerte. Puede que después de pasar todo este siglo caníbal que fue el XX, se
haya vuelto al hombre con atributos, porque nos hemos rencontrado con el
sentimiento.
De
todas formas, la cuestión es esta: ¿Es necesario que la literatura busque o
encuentre esa transcendencia en lo que narra,
esa relevancia del periplo vital?
Tenemos
en la literatura abundantes creaciones que además de su calidad intrínsecamente
literaria, logran un reflejo fiel de una época. De forma directa: La Colmena.
Simbólica: La Familia de Pascual Duarte, Tiempo de silencio, Berlin Alexanderplatz. O, incluso, como ya he
citado, reflejar la perplejidad de la presencia del ser ante la nada: El
Extranjero. O del hombre ante la ausencia de Dios: Dostoievski. A lo mejor, o a
lo peor, esa época ya ha terminado.
Puede que nadie busque ya el río Leteo; después
de Freud, la memoria ha usado el olvido como materia transferida a una
conciencia donde el sistema P lo clasifica, le pone nombre y juega al escondite
para que cuando se encuentre su hallazgo sea revelación:. Esto sitúa a Banville
más allá del Leteo y más allá de Freud. A lo mejor, ya era hora que la memoria
dejara de jugar malas pasadas.
Por supuesto que a Banville le basta y le sobra
con darnos el placer de su lectura en una magnífica escritura.
Los dioses se lo paguen, que los humanos ya lo
hacemos: ¿Acaso él no habita en nuestro Olimpo?
viernes, 11 de enero de 2013
Siguiendo la conversación iniciada por Rafa...
He leído atentamente vuestras reseñas. Da gusto con una
Familia tan prolífica, literariamente hablando…
Leí “La cena” con muchísimo interés. Me atrapó con fuerza al
principio para, luego, ir perdiendo intensidad.
Ningún personaje me resultó simpático ni cercano. Paul, porque alienta y fomenta la
violencia en su hijo desde la más tierna infancia con su propia violencia (¿demente?);
Claire como encubridora de ambos e, incluso,
yendo más allá como primera instigadora del asesinato de Beau, su primo; Serge, porque
le pesa más su temor al escándalo, si llega a conocerse la implicación de su
hijo Rick en el salvaje asesinato
de una mujer que dormía en un cajero, que sus valores ético-morales o políticos;
Babette, porque parece preocuparse,
ante todo, de que nada cambie en su confortable vida. Los más comprometidos
entre sí, que no con el resto de la humanidad, son Paul, Claire y su vástago
Michael. Nada puede afear su
“entrañable familia”, ya que se elimina drásticamente… a cualquier precio.
Los adolescentes protagonistas, fruto de una educación en
exceso permisiva, carente de valores y de contenido, no crecen bien, no maduran
como sería de desear; sus padres, tampoco, les ayudan a hacerlo. Aunque uno sea
más violento, el otro más cobarde y el tercero, además de posterior víctima,
intente beneficiarse del acto criminal de sus primos… los tres denotan, incluso
Beau que se niega a participar en el
crimen perpetrado por ellos, una ausencia total de remordimiento o culpa.
Terrible la historia de Beau,
arrancado de sus raíces, adoptado como un juguete y sacrificado como un estorbo
embarazoso.
Así, Micheal y Rick cometen un acto fascista asesinando
a una indigente que les estorba y molesta con su mal olor, alentados y
alimentados, de una forma activa uno, y de forma pasiva el otro, por sus
familias. Consentidos por una sociedad que prefiere mirar hacia un lado menos
incómodo, más hedonista.
Me gustó la forma en que el autor nos va tejiendo la
historia, aderezada con el propio menú.
La historia me dejó mal cuerpo, ciertamente me sentó mal “la
cena”, aunque me alegro de haberla leído.
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